martes, 2 de noviembre de 2010

lamento profundamuerte

Una mujer se presenta frente al escritorio de una psicoanalista, camina inquieta, dice estar nerviosa, que las entrevistas la ponen así, entonces, camina alrededor del escritorio. Cada vez llega con quien llama una amiga, una persona que la acompaña, ¿cuándo?, cuando no puede estar sola. ¿De qué la salva ese otro, otro con minúscula, ese cuerpo hablante que pasa el rato con ella? De nada y la salva, de estar a solas con la nada, aun sabiendo que esa nada trasciende a los cuerpos que hablan, o los habita, porque hablan.

Si pudiera el bebé quedarse pegado al cuerpo de su madre para siempre a cada instante, entonces ¡por qué no! Pero la madre alguna vez sale, alguna vez deja un hueco, alguna vez cae el bebé. Alguna vez siempre. Entonces, no hay abrazo eterno, saltito al otro lado de ese abismo que otro paciente dijo que nunca se animó a cruzar y por eso quedó de este lado, del lado del tronco-materno, aclaró. El mismo que pregunta cómo hace para hablar y no mentir si la Biblia es la verdad, entonces cuando él dice que la Biblia es la verdad, él miente.

A la tarde, sola en el sillón, la psicoanalista mira por tv cómo una presidenta se queda sola, sola sin su compañero, acompañada por el país -casi- entero. Qué soledad en ese cuerpo mirada cajón delante, qué fortaleza de semblante frente a la crudeza del cambio que todo transforma.

(Un) punto de infranqueable soledad del cuerpo-lenguaje de cada quien.

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